Federico Benedetti


 


 

Todas las mañanas eran iguales, se levantaba mucho antes de que el sol tocara su ventana. Últimamente le era difícil que pudiera conciliar el sueño, tenía los párpados hinchados, las ojeras en un tono gris que se mezclaban con su piel pálida. Se miraba al espejo y se repetía una y otra vez: es culpa de maldita invitación. Mientras  lavaba sus manos con frenética insistencia, balbuceaba frente al espejo: ¿Qué tengo que ver yo con esa gente?  Hace siglos que salimos del colegio ¡doce años por Dios!  Y ahora quieren hacer un reencuentro como si todos fuéramos los mejores amigos de esa época.

 

Federico se lamentó toda la semana. Había dejado la invitación en el sobre sobre la mesa de la cocina, manchada con gotas de mate y comida. Durante esa semana se sentó frente al sobre, pensando toda clase de excusas para no ir, para no reunirse con todas esas personas. Era una noche para fingir que se querían en la secundaria. Se cebó un mate caliente y amargo para agarrar fuerzas y abrir la invitación. El mate se fue en un solo sorbo. ¡Qué imbécil soy!, gritó. La fecha coincidía con ese mismo día. ¿Quién envía una invitación con tan poco tiempo? De los nervios que le agarró se comenzó a reír, a pensar que hasta era mejor porque sabía que ese mismo día se terminaría la agonía. Que ya no iba a tener que asistir más a ninguna de esas reuniones frívolas de adolescentes malos, de adultos peores. Ya todos tocaban los treinta pero de seguro seguían siendo personas de mierda.

 

Federico vivía en un departamento en Caballito, en la calle Paysandú, cerca de un Havanna en dónde acostumbraba a tomar un café en la mañana y escribir su columna para la revista en la que trabajaba. Laura, la mesera, era su mejor amiga en la capital. Varias veces le había repetido que esas fiestas eran aburridas pero con mucho alcohol seguro la iba a pasar bien. Pensar en las palabras de Laura lo reconfortó. La fiesta era en Saladillo, un pueblo a las afueras de Buenos Aires, el lugar que lo vio nacer. Calculó que tenía cuatro horas de viaje. Decidió salir un antes, tomó las llaves del auto, pasó por el Havanna a despedirse de Laura, pero estaba de  franco. Eso  le gritó el gerente desde el  mostrador. Se le pusieron las manos frías y los pies pesados, movía las llaves del auto con cierto nerviosismo. Dijo gracias desde la puerta y fue a buscar el auto al estacionamiento. En la ruta  se sintió bien, los hombros se le  descontracturaron a medida que avanzaba, la vista era hermosa, el clima perfecto y el viaje de cuatro horas se le pasó como nada. Al llegar al salón vio poca gente. Eran menos cuarto. Del bolsillo del pantalón saco la invitación para ver el número de mesa que le había tocado. Aquello estaba muy bien organizado: un salón de unos veinte metros cuadrados, mesas perfectamente ordenadas y enumeradas, en el fondo estaba la mesa de la comida y al costado una barra que lo único que le faltaba era servirse sola. Mesa número siete, escuchó decir desde el otro lado del salón. ¡Federico Benedetti estás con nosotros, con los solteros y raros de la secu! Él no se llamaba Federico Benedetti, ni cerca estaba de ser su apellido. Lo gastaban por que siempre escribía en su diario y varias veces sus poemas fueron de dominio público y   motivo de burlas que duraban semanas. Mientras caminaba a la mesa con una risa nerviosa y falsa, trataba de no mirar a nadie para no hablar, para que no le preguntaran nada. En la mesa sólo estaba Víctor, un joven pelirrojo, flacucho y risueño que se quedó en el pueblo para ser profesor de matemáticas en el mismo colegio en el que estudiaron.

—Tomate un traguito, Benedetti — dijo Víctor

¡Yo no me llamo así! Se levantó de la mesa, fue al baño, se lavo la cara y maldijo haber llegado a esa fiesta de mierda. Mientras se miraba al espejo con desaprobación, escuchó las voces de unos excompañeros que decían: ¿es posta que invitaron al Federico Benedetti? Las risas explotaron de sus cuerpos. Él no vio quienes eran. Se lavó las manos desesperadamente y los recuerdos pasaron por su cabeza causándole una combinación de odio y adrenalina, que desconocía.

 

Salió del baño, cruzó la pista de baile y se subió a una mesa. Con su copa casi llena hasta el tope de vino, tomó un sorbo y recitó en voz alta y clara: No cabe duda. Ésta es mi casa aquí sucedo, aquí me engaño inmensamente. Ésta es mi casa detenida en el tiempo. Llega el otoño y me defiende, la primavera y me condena.Tengo millones de huéspedes que ríen y comen, copulan y duermen, juegan y piensan, millones de huéspedes que se aburren y tienen pesadillas y ataques de nervios. No cabe duda. Ésta es mi casa.Todos los perros y campanarios pasan frente a ella.Pero a mi casa la azotan los rayos y un día se va a partir en dos.Y yo no sabré dónde guarecerme porque todas las puertas dan afuera del mundo. El poema sorprendió a todos. Se hizo un silencio de cementerio. Lo miraron con caras pálidas, nadie habló, nadie se movió. Victor, el pelirrojo, quiso aplaudirlo pero Federico le soltó una mirada de furia. Saltó de la mesa como un gato, caminó hasta la puerta del salón, se acercó a otra mesa, agarró una botella de vino, tomó un trago grande y lo escupió en  el piso. Se volteó y le grito a todos: YO SI SOY FEDERICO BENEDETTI. Cerró  la puerta con fuerza, el  portazo hizo temblar el vidrio de la entrada. Subió a su auto y se rió a carcajadas. Mirándose en el retrovisor dijo:   Sí, soy Federico benedetti.

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